Arde Berlín Arde (fragmento de novela)


—Es que tengo demasiado sexo en la cabeza, —afirmó recargada en la plataforma de recorte. Detrás suyo se apilaban los periódicos organizados por fecha y tipo, empezando por La Jornada, pasando por El Sol de San Carlos y llegando hasta pasquines tan invisibles como el Alfabeto. Había empezado a hacer su servicio social en la oficina de prensa en la que yo trabajaba y desde que la conocí supe que tenía muchas cosas girándole en la cabeza, cosas que no la dejaban pensar, cosa que me meterían en problemas.
Para ese entonces hacía poco tiempo de haber dejado la universidad y tenía en mente la idea ser un joven ganador, como tanto me habían inculcado mis padres. Deseaba casarme, tener un empleo estable, un departamento y un auto pequeño con el cual moverme hasta que decidiera hacer la maestría en otro país. Los sueños mínimos de un tipo arribista como lo era en ese entonces, antes de que comiera mis sándwiches de realidad.
Vi de arriba a abajo a la chica mientras intentaba corregir una nota que se tenía que ir en una hora o menos. Llevaba su uniforme de la preparatoria: suéter guinda con falda gris; una combinación que a mí siempre me pareció de lo más acertada. Ella se veía bien así. Tenía el cabello negro y la tez morena. Una vez, alguien me había dicho que a esa edad la piel tiene una suavidad natural que se va perdiendo al paso de los años y que esa era la principal razón por la que nuestra sociedad está plagada de H.H. deseosos de encontrar una Lolita que los pervierta.
Pasaba apenas de los diecisiete años, era una niña; se le veía en la mirada extraviada y el rostro de eterno sufrimiento. Le llevaría como cinco o seis años, por lo que esa frase soltada sin venir a colación me turbó. "Es que tengo demasiado sexo en la cabeza", como muchos, como todos. Solo era cosa de abrir una revista al azar y ver las fotos de las modelos explotando el filón. Todo era sexo: la televisión, los programas, los juegos, todo se vendía con sexo. Todo. Yo también tenía demasiado sexo en la cabeza, por eso la evitaba lo más posible.
Porque desde que la vi llegar con el Administrador del instituto de cultura hubo algo en ella que me llamó la atención. El Administrador era un tipo arrogante que usaba siempre trajes completos con chaleco, camisas de mancuernillas, con el cabello perfectamente peinado y aire de realeza. La trajo muy recomendada como “una casi sobrina”. Me dijo que estaba interesada en trabajar directamente con la prensa. A decir de las palabras de su casi tío, pero ella, en los dos meses que llevaba ahí no pasaba de recortar notas, pegarlas en los formatos y decir de vez en cuando algunas frases comunes para una adolescente. “Es increíble”, “está guapísimo”, “cero, he, cero”. Nunca mostró interés en como redactaba notas o cuando entrevistaba los personajes de la cultura local.
Se llamaba Zitlali, con “Z” en lugar de “C” debido a que una secretaria le pareció que así debía escribirse. Lo curioso es que por una cadena de explicaciones y truques en su nombre terminó siendo Cas. Yo nunca le dije así, pero los demás sí lo preferían. En especial los tres compañeros que la acompañaban y recogían cuando llegaba a la oficina. Tres tipos que morían por ella. Mientras Zitlali la mayoría de las veces llegaba ya cambiada, con bilé y algo de pintura en los ojos, sus compañeros traían todavía el uniforme de la escuela. Se decían tonterías y regresaban justo cuando ella salía de su servicio social.
Como dije, me ponía nerviosa su presencia en la oficina. Sabía que habría problemas porque me gustaba. Me gustaban sus labios carnosos pintados con aquel brillo sabor cereza que usan las adolescentes y que a uno le dan ganas de hacer hasta lo imposible con tal de quitárselos; porque parecían estar siempre húmedos, esperando que alguien los besara. Sabía que habría problemas porque me veía de manera diferente. Sentía cuando pasaba su mano cerca de la mía o cuando se pegaba mucho a mi cuerpo al explicarle algo en la computadora. Por eso cuando soltó la frase traté de ganar tiempo y encontrar una salida.
—¿Cómo que tienes mucho sexo en la cabeza?
—Soy una perra, esos es lo que soy. —Dijo tratando de entretenerse en algo porque al parecer no quería seguir con la conversación.
—¿Cómo que una perra? Si eres una niña. No te imagino...así
—Es que no soy lo que aparento.
—No creo que seas una perra.
—Pues sí.
Me vio a los ojos con un periódico en las manos. Me resistía a creerlo más por moralina que por que en verdad no fuera posible. Moví la cabeza y seguí escribiendo. Revisé un poco la ortografía y la imprimí. No tardarían en llamar del periódico. Me levanté y en ese momento me di cuenta de que no había música. El silencio me comenzó a molestar. La conversación estaba en el aire pero nadie estaba dispuesto a reanudarla. De improviso sentí ganas de violencia, una necesidad instintiva de violencia, de verla, de oírla, de producirla. El nerviosismo siempre me lleva a eso.
Miré a Zitlali absorta en el periódico y tuve ganas de besarla. Pero sabía en el abismo de problemas en que me hundiría si eso pasaba. Fui hacia el balcón de la oficina y me asomé. Estábamos en un primer piso y abajo se extendía un jardín enorme que rodeaba toda la casa de la cultura. Según el reloj, la mayoría de los burócratas ya habrían salido a comer. Estábamos solos Zitlali y yo. Caminé hacia ella cuidando que la puerta estuviera cerrada. Era una costumbre que tenía desde hace mucho, le ponía seguro para que nadie entrara sin tocar. No tenía un motivo claro para explicar esa acción, simplemente me gustaba sentirme apartado de todos.
Le sonreí. Ella me devolvió la sonrisa.
—¿Ya acabaste lo del periódico?
—Sí.
—No quieres que haga algo, me estoy aburriendo. —Sus ojos marrones se incrustaron en los míos. ¿Porqué había tanto silencio? El monitor de la computadora me mostraba su protector de pantalla, una serie de tubos que crecían como plantas, sin un orden, sin detenerse por ningún motivo y que en un momento dado se desintegraban en el espacio virtual.
—Pues no hay mucho que hacer. Ya sacaste la síntesis de ayer ¿no? Vamos a oír música, ahí tengo unos discos, ¿quieres escucharlos?
—Sí, por que no.
La mire un poco más, sentí como nuestras respiraciones se habían sincronizado, como sus ojos se dilataron, como su pecho subía y bajaba.
Revolví en una caja que tenía para guardar los cd’s que llevaba y traía de mi casa y encontré el de un grupo alemán que ejecutaba una serie de ruidos mezcla de metal y música electrónica, Atari Teenage Riot. El título era esclarecedor Burn Berlin, Burn. Lo puse y una bomba de sonido cayó sobre la oficina. Las paredes de madera se cimbraron. El estéreo viejo todavía tenía buen sonido. Me acerqué a ella otra vez para poder sentir el calor de su cuerpo. ¡Mother fucker!. Sonó en los altavoces.
—¿Qué es eso? —me dijo alzando la voz por encima del sonido.
—Ruido, un ruido a toda madre, —exclamé, sintiéndome como en un torbellino. De pronto me pregunte si a ella le gustaba, si andaría con un tipo tantos años mayor. De pronto, tal vez emocionado por su frase y por la música, pensé en que conmigo podía hacerse realidad la vieja fantasía de las nínfulas.
Me sonreí y con toda intención le dije al oído, aprovechando que el grupo sonaba muy fuerte, qué era lo que oía en su casa.
—De todo, pero esto ni sabía que existía. —Me contestó pegando su rostro con el mío.
Entonces olí su cuerpo, una mezcla de chicle de frutas con piel recién bañada y le dije que me gustaba, que desde que la vi no había dejado de pensar en ella y toda esa serie de estupideces que dices cuando deseas un beso. No me contestó, soltó una risa coqueta y puso una mano sobre mi hombro. Me acerqué lentamente y le di un beso en la boca, un beso que duro mucho, mientras las imágenes sonoras y visuales se agolpaban en mi cabeza.
Mientras sentía sus labios en mi boca y luchaba porque mi lengua tocara la suya me imagine como se vería Berlín ardiendo, con el muro derribado a mis pies, a los alemanes corriendo de aquí para allá con antorchas y cocteles Molotov, gritando frases que no podía entender, viendo miles de Lolas de cabello rojo corriendo en las callejuelas de la ciudad, ventanas dejando salir llamas y los autos encendidos como pebeteros.
Entonces alguien tocó. Nos soltamos inmediatamente y tratamos de tranquilizarnos. Ella abrió la puerta y un tipo vestido de azul entró; uno de los seis esclavos que están alrededor de la oficina del administrador, todos contadores, todos trajeados, todos infelices. Nos miró a los dos y por fin me preguntó por las facturas para justificar gastos. Atari Teenage Riot sonaba fuerte, quité el disco. Se hizo un silencio que podía sentirse en toda la piel. El tipo veía las hojas donde pegué las facturas con fechas y desglose de gastos, sin ponerle verdadera atención. Por fin dijo: Todo está en orden, pero creo que necesitaré una fotocopia de su credencial de elector.
—Por ahora no me puedo mover, espero una llamada. ¿Tú podrías sacarla Zitlali? —Ella asintió. Saque el documento de mi cartera, se la di y me quede solo.
Al poco rato regresó y ya tenía una excusa perfecta para disculparme.
—Oye, Zitlali, lo que pasó hace rato...
—No importa— me cortó de pronto— soy una perra, todos me tratan así. —Me vio muy seria, no pude sostenerle la mirada.
—Si quieres tómate este día, no hay mucho movimiento. —Casi le supliqué, necesitaba aire.
—Bien. —tomó su mochila, me dio un beso en la mejilla y se fue.

NOTA:Este es el primer capítulo de mi novela Testosterona que verá la luz a mediados de octubre. La imagen de portada es de Alonso Maza y es una cinco.

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