Antes de terminar la semana

Abrázame y muérdeme
Llévate contigo mis heridas
Aviéntame y déjame
Mientras yo contemplo tu partida
En espera de que vuelvas y tal vez vuelvas por mí.
Café Tacuba

La estuve esperando por más de dos días. En el pequeño cuarto que sirve como guarida y hotel, como gusanera y útero materno, atisbaba a través del vidrio quebrado y sucio, viendo sin ver, esperando a que llegara, fumando un Camel tras otro, oyendo como hervía la sopa instantánea en la olla desvencijada. Caminaba en círculos por la alfombra, me sentaba y buscaba, tras el guacal donde guardo mis discos, los restos de alguna botella de ron o algún líquido que terminara con la ansiedad. Me había jurado que vendría antes de terminar la semana. Lo había dicho con tal convicción que pensé que de un momento a otro podría aparecerse con una bolsa de supermercado llena de comida y un disco nuevo. Ya era domingo y no aparecía.

El viernes por la tarde apagué mi computadora y me despedí de mis compañeros de trabajo tan rápido que me preguntaron si me había ganado una herencia. No les festejé la broma, simplemente corrí con la chamarra apenas puesta en un brazo y la mochila de lona colgando de mis dedos, a punto de caerse. Llegué a mi casa pensando que ya estaría ahí, con su pantalón guango azul y la bolsa del super. Llegué y no estaba. La puerta oxidada seguía con llave, sin ningún recado que me dijera: “Hey, tonto, vine y no estabas. Regreso al rato” Nada, ni un rastro de ella.

Comencé a cocinar una exquisita, aunque salada, sopa de mariscos de pasta. Hervía con ganas, soltando un olor que me hacía relamer los bigotes. Prendí otro cigarro y volví a la hacia la ventana. La calle estaba húmeda, llena de charcos. Parecía que la lluvia nada más esperaba que las coladeras acabaran de sorber un poco el agua para volver a caer. En el parque, tres niños con uniforme azul deambulaban de aquí para allá contando una historia que no podía oír. La avenida estaba desierta, tan desierta como mi cabeza de ideas. Sólo pensaba en ella.

El sábado me negué a salir. Por fin me encontré un Bacardí Solera a medio terminar y me la pasé bebiendo, resistiéndome a la vieja idea de que un bebedor solitario es un alcohólico. Me la pasé oyendo los discos que habíamos comprado juntos y viendo fotos viejas. En una aparecía con sus pantalones de mezclilla llenos de lodo en medido e la selva, en otra me abrazaba, en aquella estaba rodeada de sus amigas y una más antigua con otro tipo, que ella juraba nunca fue su novio. Aunque no podía negarlo; a fin de cuentas la pose era por demás clara. Nunca le rompí la foto porque se me hacía algo malo. Como si ella y sus recuerdos fueran de mi propiedad. Así estuve todo el sábado, caminando y perdiéndome en los timbales de los Fabulosos Cadillacs, hojeando los únicos libros que sobrevivieron a la inundación del año pasado, viéndola en cada mujer que se acercaba por la avenida o sintiendo sus pasos en las escaleras y con el corazón vibrando en cuanto sonaba el timbre; cuando en realidad eran vendedores, Testigos de Jehová o la vecina de arriba pidiéndome azúcar.

Desperté el domingo con una cruda de aquellas y la camisa que había planchado totalmente arrugada, con la alfombra oliendo a ron barato y una rabia tremenda. Al principio la justificaba. Me convencía pensando que tenía mucho que hacer, que ella sí trabajaba, que sí había estudiado para que le pagaran. Mientras yo era apenas un sociólogo más con encuestas que reportaban datos sin importancia y la computadora llena de archivos inútiles. Mientras que yo me la pasaba jugando solitario en una oficina de gobierno con café caliente y galletas baratas. Pero el domingo la empecé a odiar, a enojarme al grado de arderme el estómago. Tenia ganas de tenerla enfrente y decirle que era una cabrona, que no tenia derecho a dejarme esperando así, que no debía hacerme eso.

Me veía al espejo como una novia a la cual dejan en plena iglesia, con el vestido arrugado y el rimel corrido. Me veía burlado, engañado, cachondo. Con los condones comprados en oferta y la comida en la hielera. Me veía como un idiota mientras me echaba agua en la cara. Me puse a pensar en la ceremonia de elegir la ropa. Había escogido la camisa, el pantalón apropiado, los calzones blancos pegados “ porque con esos te ves sexy ”. Ahí estaba, después de un sábado en vano escondido, negándome a cualquier interrupción del mundo de afuera, de la realidad misma. Como un monje que espera por medio de la reclusión la llegada de Dios, con un dolor de cabeza enorme y sin una leve lucecita de su llegada. Entonces ya no echaba de menos sus labios rojos y carnosos, o sus senos saltarines y la reseña de una nueva lectura o de una nueva película, para nada. Tenía ganas de decirle que no era su perro para esperarla por siempre. Y esa maldita sopa instantánea que no acababa de estar y los Camel escaseando y mis tenis mojados por salir a esperarla sobre los charcos del parque.

Aún seguía con la mirada puesta en el vidrio lleno de grasa y masquin pegado cuando oí un toquido distintivo en la puerta: un anillo golpeando cuatro veces. Abrí y ahí estaba, con su camiseta naranja y el pantalón que se le caía al caminar., cargando una bolsa repleta de latas, una botella y un “ no puedes creer lo que me pasó ”. Entonces toda mi ira se calmó ante el beso certero en la boca, ese beso que me mantenía vivo en una agonía perpetua.

Entró hablando sin para del idiota de su jefe, quien le pidió que trabajara tiempo extra con el diseño de algún laboratorio. Luego siguió parloteando de que si la nueva película de Burton era muy sangrienta, que si todavía no me curaba el síndrome de Peter Pan, que ya tirara mis video juegos, que olía a borracho la alfombra, de que si ya me había bañado, que esa sopa era una porquería. Y sin más ni más la quito de la estufa y la tiro por el lavabo. Ahí se fueron los peces instantáneos que había cocinado en minutos interminables de agua hervida, camarones y pulpos que intentaban flotar en un torrente de cilantro deshidratado y vitaminas adicionadas.

Puso a Manu Chao y comenzó con su análisis de la semana, con sus risas quedas y su cabello girando de aquí para allá cada vez que movía la cabeza para afirmar o negar lo que contaba. Ahí estaba yo sin cigarros, comiendo atún con mayonesa y chiles picados acompañado de pan integral. Después se levantó a caminar un poco, pidiéndome perdón por ir hasta el domingo, yo haciéndome el ofendido, aunque sabía que sólo bastaba una palabra suya para perdonarla de todos su pecados. Ella hincada en el colchón que fungía de recámara y sala. Me hacía para atrás tratando de no recibir sus besos en la boca, ella jugando a que sí, y yo a que no. Luego de ese juego tonto nos liamos en un abrazo lleno de calor. Al poco rato la ropa salía sobrando por que mis manos deseaban tocar sus senos desnudos y sus piernas blancas y su sexo que parecía querer quemar todo lo que se encontraba a su paso. Entonces calle a Manu y puse a Portishead sin soltarla, ayudado por el control remoto. Ella lo agradeció besándome los hombros y acariciándome la espalda. Y yo que no sabía de mí y ella gimiendo en mi oído, desgarrándome la piel, pidiéndome que no tuviera piedad, viéndome a los ojos para cerrarlos después ante un grito que no parecía salido de su garganta. La veía retorcerse en mis brazos y decirme algo que no oía porque estaba ahí y a la vez no. La sentía perlarse de un sudor tibio, casi mágico, mientras me carcomía la duda de que si ella sentía más placer. Ella era todo fuego, como si yo sólo consistiera en un medio para su éxtasis. Entonces disfrutaba más viéndola cómo apretaba rítmicamente su vagina y aprisionaba mi pené que por las sensaciones en mi cuerpo.

Luego estallo y casi podía jurar que era un estorbo para todo lo que experimentaba. Me decía que me amaba, que era todo para ella y la besaba y seguía moviéndome porque ahora me tocaba a mí. Entonces me concentraba y trataba de lograr lo mismo. La besaba, la mordía, apretaba sus caderas contra mi cuerpo, la penetraba cada vez más y más. Y eyaculaba como quien estornuda, como quien desea experimentar algo más y no puede.

En ese momento veía a mi alrededor: estaba su pantalón tirado por la alfombra, su sostén y esas braguitas rosas con olanes que tanto me gustaban. Mientras ella observaba con detenimiento mi rostro rojizo, mi expresión perdida y ante aquello no podía seguir engañándome. Entonces hablábamos. Me contaba más de lo que había hecho en el tiempo que no la había visto, los problemas con su ex esposo, el rollo de que no quería vivir conmigo por no querer precipitar las cosas, que cada uno necesitaba su espacio, que era mejor así, que me era fiel, que nos amábamos, que todo iba bien y yo asintiendo, aceptando todo, dándole la vuelta al conflicto, besándola, acariciándole el rostro y preparándome para el siguiente asalto en aquella guerra de sexos que continuaría toda la noche.

Así pasaban los días, uno tras otro, comiendo sopas Campbells (“porque esas si son nutritivas”), guisados comprados en el departamento de salchichonería, platicando de esto y aquello, haciendo planes. Aunque yo sabía que no estaba en mi vida, ni yo en la suya, que lo único que ambos necesitábamos era hacer el amor con alguien para no acabar masturbándonos por la mañana. Que necesitábamos decirle “te amo” a alguna persona antes de acabar locos viendo novelas por las tardes. Que necesitábamos sentirnos deseados para no volvernos más burócratas de lo que éramos.

Al poco me sentía hastiado. Su sola presencia me hacía sentir mal. Entonces ella desapareció como lo venía haciendo desde que nos conocimos. Dejaba un recado diciéndome que si necesitaba algo le hablara porque ella haría lo mismo, que me amaba y nos veríamos pronto.

Pocos días después de que se fue comencé a pensar en nuestra relación, en lo nuestro, en ella y en mí, en los planes y me sentí vacío, insatisfecho. Pensé en acabar con todo, en hacer una llamada y decirle que nos viéramos en algún lado para terminar de una buena vez. Una llamada que sabía iba a doler y por eso trataba de retardarla lo más posible. Pero antes de terminar la semana ya la quería tener cerca de nuevo. Entonces sí le hablaba; pero para decirle cuándo iba a venir.

Después de colgar encendí un Camel frente al vidrio roto esperando a que volviera.

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