La pared


El sueño era persistente, tanto como el zumbido de un dolor de muelas; parece como que va a desaparecer y te asalta de improviso. Solo que ahora con más fuerza, más molesto. Comenzaba siempre con una pared lisa salpicada de algunas manchas de algo que no alcanzaba a descubrir y luego, de algún modo, salía la sangre. El rojo líquido escurría por todas partes formando líneas, gotas espesas, surcos rojizos que al llegar al piso ya eran de color carmín oscuro. A veces soñaba que se sacaba la lotería o que la vecina de a lado lo invitaba cuando no estaba su marido. O que hacia un viaje a playas de arenas blancas y azules aguas, y la pared interrumpía los deseos placenteros.
No le había contado a nadie la persistente pesadilla, hasta que le fue insoportable. Fue con un psicólogo que le habían recomendado. Al término de la primera terapia le dio la ruta de tratamiento y le aseguró que en pocos meses esas fijaciones desaparecerían. Soportó un par de semanas y abandonó el tratamiento. El sueño continuó despertándolo todas las noches.
En una ocasión, -luego de verlo tan cansado- un amigo le recomendó hacer algo para desestresarse. El tipo, un hombre tranquilo, que cuidaba de un huerto propio le sugirió dedicarse a la siembra de hortalizas. “Planta un árbol, no sé cuida gallinas. Algo productivo. Ese sueño es parte de tu locura, de tu ociosidad.”
Se lo tomó muy en serio. Al otro día fue una a gran tienda y compro madera, una sierra, herramienta y comenzó a hacer lo que pospuso por años: un mueble propio. El primer día acabó rendido y durmió perfectamente. El sueño no llegó a perturbarlo. A la semana ya era un carpintero feliz. Había hecho una banca de terminados primitivos y una repisa con cinco compartimentos donde ponía las pijas, los tornillos y el pegamento. Le había gustado tanto que la puso justo en una enorme pared blanca en el improvisado taller. La felicidad le había devuelto la tranquilidad y la pesadilla estaba ausente.
Una mañana comenzó a cortar maderas para hacer un baúl; entonces oyó un golpe tremendo. Se encontró con que su repisa había sido vencida por el peso. Todo el contenido estaba regado en el suelo. De inmediato la reconoció: vio frente a sí la pared. Un escalofrío lo sacudió. Era la misma, con las manchitas que ahora se revelaban como los hoyos que las pijas habían dejado. De improviso vio venir la sangre. Los mismos surcos y los mismos tonos carmesís. Eran chorros de sangre que brotaban de la moto sierra cercenando su mano.

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