Una película de...
Siempre que
pienso en un director de cine hago el símil con un jefe de cocina. Ambos tienen
bajo su responsabilidad un equipo, deben de tener un alto grado de mando, mucho
orden y una pericia desmedida para administrar recursos. No por nada cuando un
buen menú llega a las mesas quien recibe las felicitaciones es el chef, en
representación de todo su equipo.
En una película pasa algo similar,
el guionista, el camarógrafo y los actores hacen todo lo posible por cumplir
con su trabajo pero quien orquesta todos los esfuerzos es el director. O cuando
menos eso pasa en una cinta de autor. El director impone su visión y eso se
nota en toda su obra, no importa que dirija una cinta de misterio o un
melodrama. Michael Haneke, por ejemplo, ha realizado su trabajo en diferentes
países y con varios registros pero su visión pesimista ha sido siempre la
misma. A esta firma se puede unir la de un Kubrick, un Guillermo del Toro o un
Polansky. Ellos trabajan o trabajaron con diferentes elencos, diferentes países,
presupuestos pero plasmando siempre una particular forma de abordar el cine.
Este razonamiento lo hicieron hace
ya bastantes años unos, en ese entonces, nóveles cineastas en la prestigiosa Cahiers du Cinéma. Godard, Truffaut, Resnais
y Chabrol concluyeron que pese a trabajar en la industria norteamericana
Hitchocock y otros autores imprimían su firma en todas sus obras; razón por la
cual decían debían contar con la leyenda: “una película de…” para hacerlas
suyas.
Esto ha perdido su valor. Ahora cualquier
incipiente director que acaba de terminar su primer obra, incluso su
primer cortometraje, se evanece escribiendo en los créditos de inicio: “una
película de fulano de tal”. Incluso, directores tan desiguales como Gore
Verbinski se han atrevido a eso.
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