Guerra en el subterráneo.

Metro Tacubaya, línea café, viernes ocho de la noche. La estación está a reventar. Cada viernes hago ese recorrido y esta cantidad de gente es anormal. La multitud comienza apenas uno baja de la escalera eléctrica. Me dice uno de los vendedores ambulantes que los convoyes se han tardado más de lo normal. El resultado de esto es que la estación está llena en dirección a Pantitlán. Los vagones arriban ya con normalidad pero tal cantidad de gente es imposible de desaparecer en poco tiempo. El aire comienza a enrarecerse y los empujones a crecer. Cada vez que un “metro” se acerca la gente se apelotona buscando las entradas.
Las mujeres son las que más sufren, más las pequeñas que muchas veces son arrastradas por la multitud. Los hombres no ceden ni un poco de espacio. Están cansados y lo que quieren es llegar a su casa lo más pronto posible. En ese momento no hay galanteos o un poco de consciencia por el resto de los usuarios. El que es más fuerte llega más rápido a la puerta y se apodera de los lugares.
El problema se incrementa cuando varios usuarios atraviesan para el lado donde descienden los usuarios y se suben al vagón vacío dejando con palmo de narices a los que esperamos pacientemente en el lado correcto. Son unos pocos, tal vez 15 o 20. La rechifla no se hace esperar. La gente que espera le pide al par de policías que instaure el orden y baje a los “listillos”. El convoy está detenido. No se quieren bajar. La gente se sigue acumulando. La conductora del metro se baja y les pide que entiendan la importancia de hacer lo correcto: pasarse del otro lado y esperar como todos.
Los que están ahí parece que no oyen. Siguen sentados e ignoran lo que sucede. Un par hasta leen con desgano su revista. La conductora baja una de las palancas de emergencia y grita que no avanzará hasta que no se bajen. Luego hace una llamada por radio.
Llega un convoy y como está ocupado su lugar natural de descenso, debe arribar en nuestro lado. El caos se hace presente. Un par de policías piden dejar descender a los que van llegando. No hay manera. Nadie hace caso. Una avalancha de rinocerontes se lanza sobre los que quieren bajar apenas se abren las puertas. Quejas y gritos pero el metro se va con un poco de gente de la estación inundada. Frente a nosotros varios de los “listillos” se bajan y permiten que el convoy avance y recoja otra cantidad de usuarios. Algunos se quedan esperando al siguiente. Llega y se suben una vez más repitiendo lo que habían hecho hace poco minutos. Esta vez, además de los dos policías, hay un par de operativos del Metro en sacos azules con el logotipo anaranjado. Tratan de hacer entender a la gente que se baje. Los que estamos en el lado contrario chiflamos y gritamos.

“No me toques, maldito policía, tengo derechos.” Grita un señor de traje que empuja al uniformado cuando este le pide que se baje tomándolo del brazo. Luego de varios minutos los “listillos” triunfan. El vagón se va con ellos adentro pero la ira ya es tal que cuando entramos al vagón ocupado la gente les recrimina su actitud. “Por eso estamos como estamos”, dice un señor canoso a un par de muchachos. Ellos le gritan indolentes y casi llegan a los golpes. Todos estamos cansados, hace calor. Esto está a punto de estallar. De alguna manera no lo hace. Nadie suelta un golpe, nadie pasa de gritar. Avanzamos y soportamos el suplicio.

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