Piensa en un número (cuento navideño)

Dos santacloses, cada uno por su lado, entraron al centro comercial. Uno de ellos, el más gordo, llevaba lentes de pasta y una pistola escondida entre las ropas. La pistola se le había comprado a un tipo hace mucho, cuando iba de cacería. John Smith, se llamaba el gringo que se la vendió. Estaban en Sonora y ahí, el gringo con nombre de novio de Pocahontas, se la enseñó. En aquel tiempo el Santa Claus gordo, que se llamaba Armando García, tenía dinero, tanto que podía costearse año con año pagar el permiso del venado. Luego, invirtió mal, y acabó perdiéndolo todo.
            Ese día, 24 de noviembre, no tenía dinero. O cuando menos no él que presumía tener. Ni familia con quién cenar. Su mujer lo había abandonado llevándose a sus dos hijos, en la desesperada, justo antes de verlo caer.
            Armando estaba desesperado. Tendría que dejar el cuchitril que había rentado y pasar la Nochebuena en la calle. Como uno de los muchos indigentes que había despreciado en su otra vida, en la de rico.
            El otro Santa Claus que llegó se llamaba Rodrigo y no era particularmente inteligente. Había conseguido el trabajo en la plaza comercial de junto, luego de estar buscando empleo durante dos meses. Pidió de mesero en una pizzería y acabó vestido de papá Noel sacándose fotos con niños ricos. El problema no era el mercado laboral, el problema es que no tenía muchas luces. De alguna manera había acabado hasta la preparatoria y por alguna razón, que ninguno de sus compinches lograban comprender, nunca había pisado la cárcel. Tenía suerte.
            Tenía suerte, porque había atracado una joyería hacía casi un año y lo más que hizo fue ponerse una máscara de Freddy Krugger y cargar un marro para asestarlo en unas vitrinas con vidrios blindados. Eso fue todo. Nunca fue a las juntas de planeación, ni supo nada más que lo que le dijeron: “tú te pones está máscara, cargas el marro y lo utilizas cuando te digamos”.
            Funcionó. Se compró una motoneta que acabó destruida bajó un tráiler, con el cual choco, salvando la vida de milagro. Con el dinero las mujeres no le faltaron, hasta que acabó quemándolo todo en tonterías. Así que debió buscar un trabajo porque, pese a que obedecía las indicaciones, todo mundo sabía que podía ocasionar un problema en un momento dado. Y nadie, en un robo, quiere tener a un idiota a su lado cuando la posibilidad de ir a la cárcel o morir está en juego.
            Pero ese día, estaba harto de escuchar a niños llorando en sus piernas, y a los papás diciéndole que sonriera, mientras el niño se retorcía como serpiente en sus brazos y le movía la barba y le jalaba las pestañas. Estaba harto. Y quería comprarse un pavo como el de las películas y mucha cerveza y una botella champaña y llegar con su madre y sorprenderla, ("mira madre, me lo dieron en el trabajo") y pasar una buena navidad.
            Así que ese día salió temprano, tomó un viejo revolver que le heredó el padre y fue a trabajar con la convicción que asaltaría el banco de la plaza de junto. Ese era todo su plan: llegar al trabajo y en su descanso ir a asaltar el banco de junto (una pequeña sucursal con dos cajas) y regresar a soportar a los niños. ¿Quién podría desconfiar de un Santa Claus?
            Y así lo hicieron. Rodrigo y Armando entraron casi al mismo tiempo al banco, dos segundos antes y hubieran chocado en la puerta de entrada. Armando se formó detrás de un pelón. Había visto en una película que un Papá Noel ladrón escribía en una ficha de depósito: “The thing in my pocket is a gun. Gime all the cash”. Así que como ahora ya no había fichas de depósito, pego recortes de periódico en una hoja de papel con la frase: “Dame el dinero” y la foto de una Beretta. Quería poner algo más largo pero la verdad es que se había aburrido y no le veía caso a escribir perfectamente: "¡Hijo de puta!, dame todo el dinero o te mato. Voy armado".
Rodrigo veía películas, pero en todas las que robaban bancos los atracadores sacaban una pistola y gritaban: "Estos es un asalto, ¡hijos de su pinche madre!" Así que entró con esa idea en la cabeza. Armando se acercó candorosamente a una caja, en la que atendía una chica y se formó tranquilamente. En ese momento Rodrigo sacó su pistola y gritó: Esto es un asalto, ¡hijosdesuputamadre!
Todos en el banco gritaron y se asustaron. Rodrigo se había equivocado. En unos minutos los guardias de seguridad se darían cuenta y llamarían a la policía. Como dije antes, Rodrigo no tenía muchas luces. El problema es que Armando, bajo presión, tampoco, así que interpeló al otro santaclos.
—Óyeme, pendejo —Gritó sacando su arma, —este es mi robo. Lárgate.
—¿Tú robo? Yo llegué primero.
—Yo llegué primero y me formé. ¿Verdad? —Le dijo al pelón que estaba delante de él en la fila. El pelón afirmó sin saber si era cierto lo que le preguntaban. —¿Ves? Es mi robo y te largas. Ahora señorita, lea esto. —Pistola en mano le acercó su papela la cajera. Ella lo leyó. —Haga lo que le digo.
—Ni madres, es mi robo. —Rodrigo se acercó a la caja siguiente. —A ver, cabrón dame todo el dinero. —El cajero miró sin inmutarse al ladrón. —Que me des el dinero.
—El cristal es a prueba de balas. Si me disparas no me va a pasar nada. —Dijo el cajero. Rodrigo pegó con la punta de la pistola en el vidrio y constató lo que este decía. —Vale madres.
—Eres un pendejo, seguro tenías todo planeado. —Dijo Armando, socarrón.
—No me digas pendejo.
—Pendejo.
—No me digas pendejo que te voy a meter un tiro.
—Bueno, bueno dejemos de perder el tiempo. Tenemos que hacer juntos el asalto. Nos dividimos el dinero y cada quién se va por su lado. ¿Te parece?
—Me parece.
—Bueno, entonces, agarra un rehén.
—Porque voy a agarrar un rehén, agárralo tú. No eres mi jefe. Somos compañeros.
—Pero alguien tiene que dar las órdenes.
—Yo las voy a dar.
—No, no, ya te has equivocado mucho.
—Echemos un volado.
—No podemos echar un volado. Ya sé, piensa un número.
—Está bien. 6
—10. Te gané. Yo doy las órdenes. Agarra un rehén.
Rodrigo tomó a una anciana que estaba a punto del desmayo.
—A ver cabrón, —le dijo al cajero burlón. —Me das el dinero o comienzo a matar gente.
Dos cajeros echaron el dinero a través del pequeño espacio que permitía la caja. Lo absurdo, es que ninguno de los dos santacloses traía una bolsa para echar los fajos, así que utilizaron sus gorros rojos para guardarlos. Cuando se dieron cuenta que no podían cargar más sin perder la pistola y que se habían tardado demasiado, salieron corriendo de la sucursal.

No llegaron lejos. La policía había cerrado las salidas hacía tiempo. Apenas cruzaron la salida los detuvieron. Oficialmente el robo fue de 5 millones. El banco, en realidad, perdió solo cuatro. millones.  Un millón desapareció en el traslado policiaco y el banco se lo cobró al seguro. El Banco creyó que los policías se habían quedado con dos y la policía que el banco.
El millón faltante, por el que nadie preguntó, estuvo guardado en un ligero fajo de billetes de mil, que estuvo en los calzones elásticos del cajero desde que el robo inició. 
Cuento de Iván Farías. La foto es en Nueva York, en 1968. "Santa leaving bar." de Bruce Gilden

Comentarios

Entradas populares de este blog

Un chango de Malasia

Lemmings, cuento de Richard Matheson

Hamburguesa de realidad, entrevista con César Silva Márquez